El pueblo de “la escuela de la calesita” tiene encantos que en muchos lugares se han ido perdiendo y son añorados con nostalgia. Recorrer sus calles, conocer sus puntos emblemáticos y charlar con su gente, lo convierten en un sitio digno de admirar.
Es el ocaso del lunes 27 de enero. La radio del auto emite voces que hablan de la propagación incontrolable coronavirus, de “apariencia delictiva” y de carnaval. Pasan noticias policiales, muchas. Transito por un camino de tierra que atraviesa kilómetros y kilómetros de campos llanos y verdes. La temperatura empieza a bajar y da un poco de alivio. Un camión con zorra me advierte que estoy llegando a la ruta 23, a la altura del Km. 112. Frente a mí aparecen las primeras casas de Estación González. Debería tomar por la ruta rumbo al sur para salir en Juan Soler y regresar a San José de Mayo, pero no, esta vez decido cruzarla y recorrer las callecitas del pueblo. Paso por encima de las vías del tren y me interno de lleno. Hay cañas, árboles y pasto, mucho pasto verde y fresco que emergió de la tierra gracias a las últimas precipitaciones. Una bandada de pájaros atraviesa el cielo.
Tres niños andan en bicicleta. Otro patea una pelota y se le va larga. La corre y cuando por fin la alcanza la devuelve al punto de origen con otra patada. Están de vacaciones. A pocos metros de ellos la escuela pública Nº 56 está como observándolos pese al receso. Educando siempre.

En el fondo, como una sonrisa del recuerdo, una calesita con varios asientos cada uno con un modelo diferente: caballos, caracoles, barcos, un lobo con traje. Rechina cada tanto con el viento, como una queja de maestra vieja. Ya empezarán las clases, volverán los niños y ella, con un poco de aceite, también volverá a girar, tal como lo hace desde el inicio de la escuela, primero al sur y después en el noroeste de este pueblo que empezaba a nacer el 27 de agosto de 1899 con la inauguración de la estación del tren.
Me bajo a sacar algunas fotos. Cantan los teros. El sol ya moja sus pies en el infinito y de a poquito se va animando a sumergirse del todo detrás del mar verde de los inmensos campos del sur uruguayo. Las personas que pasan por donde estoy saludan, con cierto recelo al no ser una cara conocida en el pago.
Quiero conocer más de la calesita y me voy al almacén del pueblo, de ramos generales o lo más parecido a eso que pueda perdurar. Sentados frente a una mesa cuadrada cuatro hombres juegan al truco. Casi sobre sus cabezas, apoyada en una repisa, la tele muestra el informativo que desentona con su vorágine.
“Buenas tardes”, saludo. Estiro mi brazo y las manos firmes saludando se van sucediendo. Apretón fuerte, mirada a los ojos y el nombre a modo de presentación. Les gusta conversar. Se nota que lo disfrutan. En muchos casos vienen de hacer el tambo o trabajar la tierra. En la otra punta del mostrador el almacenero corta fiambre para un cliente, mientras otro ya con su bolsito de las compras levanta la mano despidiéndose, encara para la puerta del fondo, atraviesa un molinillo de hierro añejo y se pierde rumbo a las viviendas de Mevir.

En la barra se apoyan algunos vasos y codos. Un muchacho joven le pregunta a un veterano por una yegua para la venta. La quiere comprar para su hijo, de apenas dos años de edad y quien desde ya estaría dando muestras claras de amar el medio rural. El veterano le indica a qué casa tiene que ir y con quién hablar. “Decile que vas de parte mía”, dice como garantía de que es una persona confiable. El muchacho pone su termo bajo el brazo izquierdo, con la mano derecha sostiene el mate amargo recién cebado y sale por la puerta principal. “Ya vuelvo”, avisa señalando el vaso mediado.

Por la ruta 23 pasa un camión, lo veo por la puerta abierta. “Va apurado parece”, comenta un hombre delgado y de barba mientras lía un tabaco con toda la paciencia del mundo. Pregunto por el baño y dos señores con facha gauchesca se apartan del mostrador y me señalan la dirección, la distancia a recorrer no es mayor a seis metros, pero la amabilidad y el respeto es un factor común de todos con quienes hablo.

Con el paso de los años las viejas paredes perdieron el revoque y dejan ver los ladrillos grandes y anaranjados, color que parece potenciarse con el atardecer estival. En el fondo de la casa contigua un grupo de gallinas se acomodan en las ramas de una higuera para pasar la noche después de un día de alas caídas y picos abiertos por el calor. A lo lejos unos perros ladran alterados y como contrapartida, en un ojo de agua un caballo se hidrata manso entre los juncos.

La noche ya trajo consigo cientos de insectos que se agrupan en los focos que iluminan la ruta. Vuelvo a entrar al almacén. Minutos después también regresa el muchacho interesado en la yegua. Se acerca al veterano y dice: “Ta´linda. Me parece que la voy a comprar”. Mira para la barra, su vaso sigue intacto, tal como lo dejó.
Interrumpo la charla y le pregunto al mayor de los dos por la calesita de la escuela. No necesita muchas palabras para dejar de manifiesto lo protagonista que el juego ha sido para los habitantes de la localidad. “Todos los del pueblo hemos jugado en la calesita”, resumen con una sonrisa.
Miro el reloj. Es tarde y me tengo que ir, pero les juro me quiero quedar, aunque sea, un ratito más.

Por César Reyes
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