Mucho antes de que junto a 50 familias provenientes de España el teniente de Dragones Eusebio Vidal llegara a establecerse sobre las costas del río hoy llamado San José en el año 1783, iniciando así lo que hoy es la ciudad de San José de Mayo, el paisaje y los habitantes de esta zona eran muy diferentes.
Por aquel entonces quien dominaba la zona sur de lo que actualmente conocemos como Uruguay era la nación charrúa, cuyos integrantes solían moverse por la costa del Río de la Plata, desde Rocha hasta el río Uruguay en Colonia, pasando, lógicamente, por lo que hoy es el departamento de San José.
En ocasiones algunos grupos se adentraban varios kilómetros al norte del territorio y se establecían en las márgenes de algunos ríos con montes frondosos, donde podían pescar, cazar y, por ende, tener comida y abrigo.
En una de esas incursiones varios charrúas llegaron hasta las orillas del río San José, al punto que conocemos como Picada Varela.
Guidaí, que en charrúa quiere decir Luna, era una indígena joven de piel delicada y cabellos largos y negros, que durante su primer embarazo solía cantar dulcemente sentada en la arena caliente por el sol mientras acariciaba su vientre y mojaba sus pies en las cristalinas aguas del río.
Su compañero Bilu, cuyo nombre en la lengua charrúa significa hermoso, la miraba desde lo lejos mientras tallaba en piedra afiladas puntas de lanzas y flechas con las que después saldría a buscar sus presas para alimentarse.
Pescados, ñandúes, mulitas o lagartos les proveían de buena carne, pero lo que prefería eran los carpinchos y zorros, dado que este animal, además de carne, también les proporcionaba su piel, suave y abrigada, ideal para afrontar los fríos e intensas lluvias en las épocas de invierno.
Bilu era uno de los muchachos más jóvenes de la tribu, fornido y de piel cobriza; su valentía demostrada en varias oportunidades y su fiereza para defender a los suyos habían quedado en evidencia muchas veces, ganándose así el respeto de toda la tribu, incluido el cacique.
Una mañana de sol, mientras Bilu recorría los montes nativos sobre la margen norte del río encontró una gran planta de mburucuyá repleta de flores. Como sabía que a Guidaí le encantaban esas flores la llamó para que cruzara y pudiera contemplarlas.
Ya habían pasado varias lunas y el vientre de ella era muy prominente, pese a eso, al escuchar la voz de su amado se incorporó y con sus dos manos posadas sobre su ombligo caminó por la arena hasta una playita donde el agua le llegaba hasta las rodillas. Llegar hasta donde estaba Bilu solo le demandó algunos minutos. Se maravilló al contemplar las flores de mburucuyá y, tras pedirle permiso a la planta y luego a la gran madre naturaleza, cortó una y se la colocó en su larga, negra y brillante cabellera que le llegaba hasta la cintura.
Bilu extendió su mano y juntos se adentraron entre los ceibos, espinillos y coronillas. Caminaron mucho observando el entorno, a cada metro que recorrían se convencían más y más que ese era el lugar perfecto para establecerse hasta que ella diera a luz.
Las horas pasaron y ya con la tarde muy avanzada consideraron conveniente regresar con el resto de la tribu, pero al volver a la playita por donde en la mañana el agua solo le llegaba hasta las rodillas de Gudaí parecía otra. El cauce del río había crecido más de lo esperado producto de una lluvia registrada algunos kilómetros más al norte y cruzar se presentaba como un gran desafío para la indígena embarazada. No tenían opción, debían llegar al otro lado a nado.
Fue así que ambos saltaron al agua, Gudaí por donde horas antes estaba la playita y Bilu algunos metros más hacia donde corría el río, de esa forma podría detener a su compañera en caso de que ésta no pudiera con la corriente.
Él llegó rápido a la otra orilla desde donde comenzó a darle ánimos a su esposa que, aunque más lento, también avanzaba sin inconvenientes, hasta que a pocos metros de alcanzar su objetivo sintió una especie de calambre que pareció inmovilizar sus brazos y piernas, le arrancó un grito de angustia y la hizo hundir parcialmente.
Bilu saltó nuevamente al agua, en pocos segundos le dio alcance y la sujetó mientras braceaba de espaldas; en la orilla lo esperaban otros integrantes de la tribu que, como ellos, quedaron sorprendidos al ver el agua teñirse de un rojo intenso, como el color de las flores nuevas de ceibo.
Ya en un recodo del río, aún en el agua pero fuera del peligro que representaba la corriente, la mujer fue rodeada por otras más viejas que advirtieron la maravillosa novedad, el esfuerzo de Gudaí mientras nadaba y la fuerza utilizada para poder atravesar el río habían provocado un aceleramiento en el trabajo de parto por lo que apenas el Sol ocultó sus últimos rayos en el horizonte, un llanto silenció por unos instantes el bullicio del monte, que poco después volvió con más fuerza, como celebrando el nacimiento de una nueva niña charrúa, a la que por haber nacido en el río llamaron “Hué”, que en el idioma nativo significa agua.
- HUÉ CRECE
La pequeña Hué fue creciendo entre juegos y risas, como cualquier otro niño de su tribu, pero había algo en ella que la hacía especial, su conexión con la naturaleza era mucho más fuerte que la del resto de los habitantes del lugar. Pasaba horas en el río, trepando árboles o corriendo por la llanura. Los animales, con los que hablaba permanentemente, parecía que le hacían caso; ella estaba convencida que así era.
Los peces la rodeaban cuando nadaba, los colibríes revoloteaban a su alrededor, las luciérnagas hacían brillar más su luz cuando estaban a su lado, zorros, armadillos y varios animales que nosotros ni siquiera llegamos a conocer, seguían sus pasos cada vez que ella caminaba o corría por los verdes campos. En su rostro cobrizo siempre había una sonrisa hermosa que había heredado de su madre, Guidaí.
Sus días iniciaban con la salida del Sol y terminaban poco después que éste se ocultaba. Una de las cosas que más le gustaba hacer a Hué era sentarse sobre unas grandes piedras grises a contemplar cómo el astro rey se retiraba hasta el día siguiente. Se quedaba en silencio observado, junto a ella, cientos de grillos, roedores y demás animalitos e insectos del monte hacían lo mismo. Finalmente, cuando el sol se terminaba de ocultar, golpeaba sus manos haciendo palmas y todos los animales estallaban de júbilo. Hué les hablaba y ellos la escuchaban con sus hocicos apuntando al cielo y mirándola fijamente con sus pequeños y brillantes ojos que, con la llegada de la noche, parecían encenderse. Cuando decía “diabun” (dormir) ella se levantaba y se dirigía al campamento donde la esperaban sus padres y demás miembros del grupo sentados alrededor de una gran fogata donde los más ancianos contaban historias y transmitían sus conocimientos a los jóvenes. A Hué le encantaba escucharlos mientras veía sus rostros, arrugados por el tiempo, iluminarse tenuemente con las llamas rojizas, dándoles un aspecto mágico. Por su parte, los animalitos corrían a sus madrigueras, nidos y cuevas.
Todo era maravilloso. Sus primeros años de vida fueron de abundancia alimenticia, abrigo y felicidad, pero un verano todo comenzó a cambiar. Hacía mucho tiempo que los frutos no nacían en los árboles, varios de sus amigos animales empezaban a verse muy flacos, pesca casi no había y cuando su papá salía de caza con otros guerreros de la tribu solían regresar con presas pequeñas. Esto por un lado alegraba a Hué, dado que le daba mucha pena ver animales muertos, y por otro le generaba una profunda angustia, pues sabía que esa escasez no era un buen presagio.
Una mañana la niña despertó con una sensación extraña, como con un presentimiento que la angustiaba. Los animalitos lo notaron y prefirieron mantener una distancia prudente y silenciosa. Sentada en sus piedras grises dos lágrimas brotaron de sus ojos, una murió en su boca y la otra cayó al río generando una pequeña onda expansiva sobre el agua, tras la cual asomaron dos ojos, y dos más, y dos más. Eran las ranitas, las mejores amigas de Hué que no aguantaron más y se le acercaron para saber qué le pasaba.
La pequeña sonrió y con los ojos aun húmedos llamó a todos los animalitos; poco a poco los peces asomaron sus cabezas sobre el agua, felinos del monte se acercaron a ella tal cual gatos domésticos, los reptiles aparecieron desde debajo de las pierdas…todos la rodearon pero ninguno se atrevió a preguntar, finalmente fue ella la que dijo: “Amigos, prometamos que nunca, por nada del mundo, nos vamos a separar”.
Ante esto todos respondieron con júbilo; los peces saltaban, los grillos comenzaron a hacer sonar su clásico crí crí crí con más fuerza que de costumbre, los pájaros trinaron, las mariposas armaron coreografías llenas de color y las luciérnagas trazaron líneas fluorescentes en el cielo que, poco a poco, se ponía cada vez más oscuro. Luego de algunos minutos Hué dijo ¡Diabun!, como poniendo punto final al día, tras lo cual todos los animales se fueron a dormir mientras ella encaminó sus pasos a la gran fogata de la aldea.
Cada paso que la acercaba al punto de reunión acrecentaba su mal presentimiento y al llegar y ver la cara de los líderes se terminó de convencer de que lo que dirían sería algo que ella nunca hubiera querido escuchar: “Tenemos que partir a otras tierras, hacia donde se oculta el sol, pues aquí ya no hay comida ni abrigo”, dijo el cacique señalando con su dedo índice rumbo a donde en la actualidad se encuentra lo que conocemos como Boca del Cufré.
Esa noche la niña no durmió. Lloró largamente tratando de no hacer sonidos mientras contemplaba la luna, las estrellas y el oscuro y tupido monte que parecía asomar sus ramas sobre el agua del río, como queriendo saber qué sucede en las profundidades.
Cuando el sol salió la mayoría de los miembros de la tribu ya estaban levantados desarmando sus tiendas y recogiendo las pieles. El espíritu nómada de los charrúas hacía que no sintieran angustia por tener que dejar el lugar. Los adultos cargaban bultos mientras los niños correteaban de un lado a otro, sólo Hué tenía una gran sensación de vacío, igual que los animalitos del monte que poco a poco se iban reuniendo para la despedida.
Cuando la niña se acercó no pronunció palabra y ellos no emitieron sonido alguno. En ese momento no era necesario decir nada. Ella esbozó una última sonrisa y se despidió, después de eso, cuando la tribu ya había emprendido el lento viaje a pie no quiso mirar hacia atrás, de haberlo hecho hubiera visto un cuadro tristísimo conformado por animales e insectos de todo tipo aglomerados entono a las piedras, haciendo un absoluto y respetuoso silencio que sólo era interrumpido por el agua al chocar contra las rocas. También esa era la forma que el río tenía de decirle adiós a la pequeña.
Los días pasaron y el camino parecía hacerse demasiado largo para Hué que no levantó la vista en todo el viaje. Su profunda tristeza era evidente. Al cabo de unos días ella y su tribu se establecieron en las márgenes de lo que hoy es el arroyo Cufré, sólo bastaba caminar unos 500 metros para estar en las aguas del hoy conocido río de la Plata, que con el reflejo de los rayos del Sol parecía tener millones de espejitos.
Al cabo de algunas jornadas el campamento ya estaba establecido. Los hombres cazaban y pescaban y las mujeres se encargaban de la recolección de frutas y preparación de los alimentos; casi todos los niños jugaban a excepción de Hué, a quien cada vez el brillo de la mirada parecía apagársele más y más. Ya casi no se levantaba ni ingería alimentos, lo que la estaba debilitando de manera considerable.
Mientras tanto, el monte contra el río San José parecía haber perdido su color y borrado los trinos tras la partida de Hué. Allí también nada había vuelto a ser igual.
Cierta noche en la que los viejos caciques estaban reunidos alrededor de la fogata les preguntaron a Guidaí y a Bilu por qué razón su hija no estaba participando de esas reuniones que antes tanto le gustaban y que tan importantes eran para toda la tribu.
Ellos sabían que su hija extrañaba muchísimo el antiguo hogar, por lo que invitaron a los miembros más viejos a visitarla en su tienda. Una vez frente a la inerte niña el diagnóstico fue muy claro: “Esta pequeña está muriendo de tristeza”, dijo uno de los ancianos. Guidaí, evidentemente angustiada preguntó qué podrían hacer para ayudarla; la respuesta del cacique, dada con rostro impoluto y voz serena no fue menos impactante y sorprendente: “Hay que dejarla volver”.
Los padres miraron al cacique, a la niña y luego se miraron entre ellos; Bilu estoico, Guidaí con lágrimas en los ojos. Cuando todos se fueron se acercaron a la pequeña y le dijeron que tenía la oportunidad de emprender el regreso al lugar donde había nacido y del que ya era parte del paisaje.
Al recibir el mensaje de sus padres a la niña pareció volverle el alma al cuerpo. Sus ojos se encendieron y, pese a su gran debilidad, se incorporó y los abrazó a los dos. Al otro día, apenas el Sol comenzó a iluminar de manera tenue los campos inició su travesía de regreso, esta vez sola y sin estar muy segura del rumbo a tomar.
Las primeras horas del viaje transcurrieron sin novedades. Con los pies descalzos y sus largos cabellos negros al viento avanzó varias leguas, pero cuando la luz del día ya no estuvo y las estrellas se mostraban como luciérnagas suspendidas en la bóveda celeste, sintió un cansancio muy intenso, como nunca antes, tenía sus piernas muy acalambradas y sus párpados parecían pesarle mucho. Se durmió profundamente –o desvaneció- sobre una pradera verde y extensa. Despertó al otro día cuando el Sol ya había recorrido bastante en su viaje diario que une el Este con el Oeste.
Hué se levantó con mucha dificultad y siguió avanzando. El entusiasmo le decía que corra, pero los dolores la detenían. Caminó lento, imitando a los viejos de la tribu se ayudó con una rama que usó como bastón. Cayó una vez, se levantó y avanzó, ciclo que se sucedía cada vez con más frecuencia dado que su debilidad se acrecentaba.
Ya en la tardecita, cuando atravesaba una gran llanura en lo que hoy es la zona del Carretón, apoyó demasiado su humanidad en la rama que oficiaba de bastón y ésta se quebró haciendo que, una vez más, la joven indiecita cayera al piso. Sabiéndose perdida cerró sus ojos y lloró desconsoladamente sobre la hierba, apretando sus rodillas con los brazos, en posición fetal.
El Sol aún no se había ocultado por completo, pero la niña sentía que la noche eterna se acercaba para ella y se dispuso a recibirla.
Hué estaba tan cansada y triste que de repente le pareció estar teniendo alucinaciones, más que visuales sonoras, dado que en el medio del silencio le pareció escuchar “…croak, croak…”; se quedó inmóvil, hasta que nuevamente escuchó el sonido, “…croak, croak…”, por lo que se esforzó para abrir sus ojos, aun con la niebla que dejan las lágrimas empezó a distinguir, a su lado habían llegado cientos de sus amigas ranitas que al observar que la pequeña estaba aún con vida comenzaron a croar con más fuerza. La niña sonrió, trató de incorporarse pero no pudo, apenas logró mantenerse de rodilla apoyando sus manos en el piso.
Al ver la mirada de sus amiguitas no pudo evitar comenzar a llorar nuevamente, pues sabía que sus fuerzas ya no le alcanzarían para llegar hasta el río.
Lloró y lloró y poco a poco su cuerpo se fue transformando en su nombre, AGUA, y en estado líquido se comenzó a avanzar. El suelo reseco hacía lento su cruzada, pero como un milagro, el horizonte se empezó a cargar de nubes negras y a los pocos minutos comenzó a llover, uniéndose el agua del cielo con el charquito que ahora era la niña y que como babosa se arrastraba entre totoras y cardos.
Hué continuaba su camino, y cuando parecía ya no poder seguir, las ranitas croaban y croaban más fuerte asemejándose a piedritas chocando entre sí, dándole aliento.
Así cruzaron los campos, algunos que ahora bordean y otros que directamente se convirtieron en la ciudad de San José de Mayo, se sobrepusieron a muchos obstáculos hasta que al final se escuchó el arrullo del río, lo que dio el impulso que la pequeña necesitaba para casi alcanzarlo, pues, para lograrlo definitivamente y como una prueba del destino, sólo debería sortear las pierdas grises en las que tantas veces se reunió con sus amigos del monte.
La astucia de la niña (ahora en estado líquido) quedó demostrada cuando, para lograr superar ese último obstáculo, se desvío por una pequeña pendiente que la empujó con fuerza hasta que, por fin, tras un salto, se produjo el encuentro mágico que convirtió a la niña y al río en una sola cosa.
Si nos paramos sobre cualquiera de los puentes existentes sobre el arroyo Mallada de San José de Mayo durante esas tardecitas de días en los que estuvo lloviendo, podemos escuchar el croar de las ranitas como piedritas chocando entre sí, dándole aliento al agua que corre zigzagueante rumbo al río, avanzando como en una carrera eterna, antes superando los obstáculos naturales, hoy atravesando toda la ciudad, pues con el tiempo su camino ha cambiado, pero siempre, siempre, tendrá el mismo final, y de esa manera tanto Hué como sus amigas ranitas y demás habitantes del monte siguen sin romper su promesa hasta la actualidad. / Autor: César Reyes Foto: Martín Otero