Pablito vive en mi barrio, el Colón de San José de Mayo, y es uno de esos niños que quedaron atrapados en un cuerpo de adulto.
Si bien él es ocho años mayor que yo, de pibes siempre jugábamos juntos a la pelota en el campito, y después de los partidos nos quedábamos charlando un rato largo con los demás gurises de la barra que por aquel entonces promediaban los 11 años de edad.
No sólo con los más chicos pasaba Pablito, sino que también se mezclaba con los de su edad y, como si eso fuera poco, cuando crecí y me convertí en adolescente, era recurrente cruzármelo mientras él jugaba con otros niños, los del grupo de mi hermano menor por ejemplo. Donde había una pelota rodando estaba Pablito.
Pero una cosa podía más que el fútbol: la pesca. Cada vez que podía –muchas veces a la semana por cierto- se iba a pie hasta una lagunita que se había formado en un arroyo que está cerca de la ciudad, saliendo por el camino que va a la zona de “El Carretón”.
Agarraba su bolsito cargado de boyas que él mismo había fabricado con ramas de ceibo, tanzas y anzuelos de todos los tamaños, muchos de ellos con herrumbre, porque si bien tenía muchos siempre usaba los mismos cinco. De utilizarlos alguna vez y si algún pez tenía la osadía de morderlos, más que enganchado saldría del agua pero por la infección. Así se lo decían los pibes del barrio cada vez que él, orgulloso, mostraba sus artes de pesca.
Ahí nomás, entreverados entre toda esa maraña de utensilios, siempre metía un par de pedazos de pan para comer mientras esperaba que algo “picara” o para sobrellevar la tarde sentado debajo de algún árbol.
El pesquero que frecuentaba Pablito estaba (y todavía debe estar) contra un montecito nativo, conformado por coronillas y espinillos, que si no lo cruzabas con cuidado te podían terminar arrancando un ojo o abriéndote un tajo en los brazos.