De por sí las tardes de domingo son una poronga. El aire se pone raro, como fúnebre por esa felicidad que nos dan unas cuantas horas de asueto y que se muere después de las tres de la tarde dominical.
Es el momento cuando en nuestra mente comienza a sonar una y otra vez la alarma del celular despertándonos para ir a laburar, aunque todavía falta un rato para que eso realmente suceda.
Ahí estaba yo, acostado boca arriba con la computadora en el pecho, mirando vidas ajenas exhibidas en muros de facebook. En la sala mi esposa también estaba con la computadora, pero en el caso de ella terminando una tesis, por ende algo mucho más productivo que lo que yo estaba haciendo que era “nada”.
En determinado momento dejé todo a un lado y ella, de manera simultánea, también largó la compu y los libros, se paró y casi sin hablarnos agarró las llaves y yo la billetera. Teníamos que salir a comprar algo para comer. Esa salidita en medio de la agonía del fin de semana es solemne. De pocas palabras y de mucho gesto facial. Como diciendo solo con la cara: “Y si no queda otra vamos”, o “Ya me chifla el estomago de hambre y hasta mañana no aguanto ni de milagro”. Así salimos rumbo al supemercado.
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