Pablito vive en mi barrio, el Colón de San José de Mayo, y es uno de esos niños que quedaron atrapados en un cuerpo de adulto.
Si bien él es ocho años mayor que yo, de pibes siempre jugábamos juntos a la pelota en el campito, y después de los partidos nos quedábamos charlando un rato largo con los demás gurises de la barra que por aquel entonces promediaban los 11 años de edad.
No sólo con los más chicos pasaba Pablito, sino que también se mezclaba con los de su edad y, como si eso fuera poco, cuando crecí y me convertí en adolescente, era recurrente cruzármelo mientras él jugaba con otros niños, los del grupo de mi hermano menor por ejemplo. Donde había una pelota rodando estaba Pablito.
Pero una cosa podía más que el fútbol: la pesca. Cada vez que podía –muchas veces a la semana por cierto- se trasladaba a una lagunita que se había formado en un arroyo que está cerca de la ciudad, saliendo por el camino que va a la zona de “El Carretón”.
Agarraba su bolsito cargado de boyas que él mismo había fabricado con ramas de ceibo, tanzas y anzuelos de todos los tamaños, muchos de ellos con herrumbre, porque si bien tenía muchos siempre usaba los mismos cinco. De utilizarlos alguna vez y si algún pez tenía la osadía de morderlos, más que enganchado saldría del agua pero por la infección. Así se lo decían los pibes del barrio cada vez que él, orgulloso, mostraba sus artes de pesca.
Ahí nomás, entreverados entre toda esa maraña de utensilios, siempre metía un par de pedazos de pan para comer mientras esperaba que algo “picara” o para sobrellevar la tarde sentado debajo de algún árbol.
El pesquero que frecuentaba Pablito estaba (y todavía debe estar) contra un montecito nativo, conformado por coronillas y espinillos, que si no lo cruzabas con cuidado te podían terminar arrancando un ojo o abriéndote un tajo en los brazos.
Al lugar yo lo conocía bien, porque varias veces acompañé a Mauricio, un amigo que es apicultor a dejar sus colmenas en ese mismo campo en el que Pablito tiraba sus aparejos.
“¡Ahí va Pablito!”, gritaba Mauricio cada vez que, de regreso a la ciudad, se encontraba con “el pescador del barrio” que recién iba rumbo al arroyito.
Por su parte él levantaba la cabeza como asustado y medio enredándose en las chancletas que usaba todo el año devolvía el saludo con otro grito, un “¡Ooooopaaaaaa! acompañado de una sonrisa de oreja a oreja que denotaba la alegría que tenía por poder hacer lo que más le gustaba en este mundo: pescar.
En ocasiones caminaba descalzo por el pasto. Yo pensaba que era porque le gustaba sentir la frescura de la hierba verde que crece al costado del camino pero no, un día me confesó que se descalzaba cuando la tirilla en la que enganchaba los dedos de los pies le sacaba ampollas después de haber caminado mucho durante el día.
Pablito era un buen tipo. En el barrio todos lo querían. Era una estampa característica. Dos días seguidos sin verlo caminar por las calles haciendo sonar su calzado contra las baldosas de las veredas o correteando en el campito atrás de una pelota ya eran motivo de preocupación para las viejas que en el almacén comentaban: “¿Y el Pablito? ¿Nadie lo ha visto?”.
Parecía que la única época del año en la que él podía abandonar la vecindad sin inquietar a nadie era en Semana Santa, cuando un veterano del barrio y un tío que trabajaba en la Intendencia lo llevaban al monte, donde, al igual que todo el año, lo que hacía era pescar.
Si un defecto tenía Pablo era su fama de mentiroso. Lamentablemente en los pueblos chicos, como San José, cuando te ganás fama de lo que sea, para bien o para mal, perdiste. Llevás el cartel que te pusieron hasta el día que te meten en el ataúd. Inmediatamente después de eso la voz popular te perdona todos los pecados y, automáticamente, pasas a ser buena persona, muerto, es verdad, pero persona ejemplar al fin.
Era recurrente verlo sentado en la esquina hablando solo en voz alta. Esa era otra de sus características. Se pasaba las horas haciendo monólogos y diálogos que solo se daban en su cabeza. Él mismos se contaba historias que lo tenían como protagonista, realizando hazañas, metiendo goles en la hora para su Peñarol del alma en un clásico que definía el campeonato y cosas por el estilo.
Muchos vecinos que tenían sus dormitorios con ventana a la vereda decían convencidos que en varias ocasiones el silencio de la madrugada se interrumpía por el ruido de las chancletas sonando contra el piso y la voz de Pablito que, sin importar la hora, venía sosteniendo diálogos encendidísimos consigo mismo.
Siempre hablaba solo, pero se ponía más loco cuando estaba enojado. Por ejemplo, de las cosas que más le molestaban era cuando contaba algo y sus interlocutores se le mataban de risa en la cara diciéndole que era mentira. Eso lo desencajaba. Y créanme que todo lo que él narraba era puesto en tela de juicio. Era como que ni cabía la posibilidad de creerle algo cuando contaba sus andanzas.
Lo bueno era que sus mentiras no eran para cagar a nadie ni sacar ventaja, sus cuentos hablaban de cosas muy cotidianas, como que conquistó a la vecina más linda del barrio, que le ofrecieron un trabajo en una empresa importante o, en su defecto, hablaba de sus momentos gloriosos en la pesca. Decía sacar unos pescados grandiosos del arroyito, de dimensiones improbables para un curso de agua tan diminuto.
Una tarde de enero, cuando con Mauricio íbamos en la camioneta rumbo a sus colmenas, paramos a comprar una cerveza fría en el almacén. Al entrar nos cruzamos con unos cuantos pibes del barrio que sentados sobre sus bicicletas detenidas se estaban riendo como locos.
El almacenero, también entre risas, me contó que hacía un rato había pasado Pablito con su mochilita cargada de cosas rumbo al arroyito, había contado alguna anécdota del día anterior y, obviamente, ninguno le creyó. Como siempre lo increparon jocosamente y lo dejaron relinchando de rabia. Hablando solo había salido cabeza gacha bajo un sol que en el primer mes del año parte las piedras en Uruguay.
La verdad es que no le dimos importancia. Era lo de siempre. Pablito muy molesto yendo a pescar para regresar, después de un rato, con una sonrisa que era contagiosa para quienes se lo encontraban. Estar solo en el campo, escuchando el agua de la laguna correr entre las piedras y a los bichitos que la habitan le daba felicidad. Aparte aquella tarde estaba preciosa, calurosa, pero muy disfrutable.
Cuando llegamos al campo Mauricio se puso el traje de apicultor y empezó a mover cajones de acá para allá. Yo me quedé en la camioneta con el aire acondicionado prendido sintonizando “Desde la Cruz del Sur”, un programa que transmitía música folclórica, estilo que me encanta escuchar cuando estoy en el ambiente rural.
Al cabo de unos 45 minutos Mauricio se acercó a la camioneta y me dijo que tenía que entrar unas cinco cuadras por el campo para apagar una bomba de agua que estaba en un galponcito al lado de un viejo molino.
Sorprendentemente una gran nube blanca tapó el sol –que ya emprendía su retirada del firmamento- y sus rayos no caían con tanta fuerza sobre las cabezas de las personas que a esa hora de la tarde anduvieran caminando a la intemperie.
Aproveché ese pequeño milagro de enero para pedirle a Mauricio que fuera él solo, sin apuro, yo avanzaría caminando y lo volvería a acompañar cuando él estuviera de vuelta y me encontrara en el camino de regreso.
Así lo hicimos, Mauricio salió para un lado levantando polvareda con la camioneta y yo encaré caminando suave rumbo a la tranquera de la salida mientras unos teros gritones me rodeaban por todas partes mostrándome sus púas rojas.
Al llegar a la altura del montecito me llamó la atención el sonido de un intenso chapoteo que provenía del arroyito que está al otro lado de la tupida vegetación.
Me acerqué con sigilo y empecé a desandar el caminito que lleva al curso de agua. El chapoteo seguía y mi curiosidad se incrementaba. Después de un par de minutos por fin me saqué la duda, aunque mis ojos no daban crédito a lo que veían.
Pablito tiraba de una de sus tanzas y, en el otro extremo, comenzaba a asomar una tararira inmensa. Apareció la cabeza primero y a unos cuantos centímetros, aún sumergida en el agua, la cola del pez golpeaba con fuerza dando lucha tratando de desengancharse del anzuelo.
Yo observaba. Sabía que a Pablito no le gustaba que lo interrumpieran mientras pescaba y menos en un momento de esos. Finalmente logró extraerla. Fácil debía pesar ocho kilos. Un infierno el animal. A su lado Pablito, bañado en sudor, la contemplaba entre murmullos. Lo seguí observando sin decir nada mientras me acercaba en silencio.
De repente vi cómo la agarraba de la cola con el brazo derecho y la elevaba tomándole el peso mientras decía: “Divino bicho. Pero pa´ qué lo voy a andar cargándolo si ninguno de esos giles me va a creer. Van a decir que lo pescó otro”.
La volvió a poner sobre el pasto. Con cuidado desenganchó el anzuelo y la regresó al agua. Al principio la tararira estaba como medio anestesiada, pero después de unos segundos dio un nuevo coletazo, como confirmando que seguía viva, y se perdió bajo la superficie del agua.
Después de eso, Pablito se acercó a la mochila, sacó un pedazo de pan y mientras miraba las boyas de ceibo pintadas de blanco oscilar con la brisita veraniega, se recostó bajo la sombra del árbol de su pesquero y se puso a comer.
Yo no pronuncié palabra alguna. Aún no lo podía creer. Quizá todo lo que nos contó Pablito a lo largo del tiempo era verdad y nunca le creímos, pues lo que yo acababa de ver no había sido cuento, lo había presenciado con mis propios ojos mientras el sol de enero comenzaba a apagarse sobre el horizonte.
Ahora voy redondeando, ya es tarde para estar en la esquina y la verdad hoy caminé mucho, y estas chancletas de mierda me sacaron unas apoyas que me están matando.
Esto lo escribió César Reyes. Publicado originalmente en el blog semecanta.com