La primera aldea de la vertiente meridional de las montañas. Aquí empieza de verdad la vida de peregrino que yo amo, los paseos sin rumbo, los descansos soleados, el libre vagabundeo. Tengo una gran tendencia a vivir de la mochila y llevar pantalones deshilachados.
Mientras me hago traer una pinta de vino al aire libre, se me ocurre de improviso pensar en Ferruccio Busoni. Tiene usted un aspecto tan campesino, me dijo el buen hombre con un dejo de ironía la última vez que nos vimos, no hace mucho tiempo, en Zurich. Andrea había dirigido una sinfonía de Mahler, nos encontrábamos en el restaurante de costumbre y yo volvía a alegrarme de ver el pálido rostro de fantasma de Busoni y sentir el espíritu alegre del antifilisteo más destacado que tenemos hoy día. ¿De dónde sale este recuerdo?
¡Ya lo sé! No es un Busoni en quien pienso, ni en Zurich, ni en Mahler. Estos son los habituales engaños de la memoria, cuando tropieza con algo incómodo; entonces le gusta colocar en primer plano imágenes inofensivas. ¡Ahora lo sé! En aquel restaurante se hallaba también una mujer joven, muy rubia y de
mejillas muy sonrosadas, con la que yo no hablé una sola palabra. ¡Angel mío! ¡Mirarla era goce y tormento, cuánto la amé durante aquella hora! Volví a tener dieciocho años.
De repente todo es diáfano. ¡Rubia, hermosa y alegre mujer! Ya no sé cómo te llamas. Te amé durante una hora y vuelvo a amarte hoy, durante otra hora, en la callejuela soleada de un pueblo de montaña. Nunca te ha amado nadie como yo, nunca te ha concedido nadie tanto poder como yo, tanto poder absoluto. Pero estoy condenado a la infidelidad. Soy uno de esos casquivanos que no aman a una mujer, sino al amor.
Todos los vagabundos estamos hechos así. Nuestra ansia de errar y vagabundear es en gran parte amor, erotismo. La mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que una espera de la aventura. Pero la otra mitad es una necesidad inconsciente de transformar y diluir lo erótico. Nosotros los caminantes estamos acostumbrados a albergar deseos amorosos precisamente a causa de su carácter irrealizable, y aquel amor que debería pertenecer a la mujer lo repartimos, jugando, entre pueblo y montaña, lago y garganta, los niños del camino, los mendigos del puente, el buey de la pradera, el pájaro, la mariposa. Separamos el amor del objeto, el amor en sí es suficiente para nosotros, del mismo modo que no buscamos el destino en el peregrinaje, sino únicamente disfrutarlo, estar de camino.
Mujer joven de rostro lozano, no quiero saber tu nombre. No quiero albergar ni cuidar mi amor por ti. No eres el objeto de mi amor, sino su impulso. Regalo este amor a las flores del camino, al destello de sol en un vaso de vino, al bulbo rojo del campanario. Tú haces que esté enamorado del mundo.
¡Ay, tonta palabrería! Esta noche, en la cabaña del monte, he soñado con la mujer rubia. Estaba locamente enamorado de ella. Hubiese dado el resto de mi vida y todas las alegrías del peregrinaje por tenerla a mi lado. Y pienso en ella todo el día de hoy. Por ella bebo vino y como pan. Por ella dibujo en mi libreta la aldea y el campanario. Por ella doy gracias a Dios, porque vive, y para que pueda verla. Para ella compondré una canción y me embriagaré con este vino rojo.
Así pues, estaba dispuesto que mi primer descanso en el alegre sur perteneciera al anhelo de una mujer rubia del otro lado de las montañas. ¡Qué hermosos eran sus frescos labios!
¡Qué hermosa, qué tonta, qué hechicera es esta pobre vida!
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