Conocé una de las tantas historias que se escriben todos los días y que pocos cuentan.
Todas las mañanas a las 5:45 suena el despertador del celular sobre la mesa de luz de Alejandro Flores, pero por la costumbre sus ojos ya están abiertos desde hace algunos minutos. Afuera todavía está oscuro, pero por la ventana se puede ver que la helada blanquea los pastos. Varios días las gotas de la lluvia golpeando contra el techo de chapa se combinan con el calorcito de las frazadas y parecen convertirse en las armas más efectivas de Morfeo, dios del sueño, para inmovilizar a quienes aún no se han desprovisto de los abrigos de cama. Es solo un movimiento de medio giro hasta apoyar ambos pies en el piso, pero cómo cuesta ejecutarlo.
Alejandro puede dudar un instante, pero piensa en los estudios de su hija, en la enfermedad de su madre, en las deudas que hay que pagar y se olvida de la lluvia, el frío o la helada; una vez más, como miles de veces en su vida se vuelve a levantar para ir a la quinta, esta vez a una que se encuentra en la zona de balneario Kiyú, a 50 kilómetros del tibio hogar.
Su historia se repite por ocho si nos referimos a su equipo de trabajo y por miles, entre ellas cientos de mujeres, si nos referimos a todos los uruguayos que ganan su sustento trabajando en los ricos campos de nuestro país; ricos como sus dueños si vemos sus billeteras, pero que en algunos casos evidencian una pobreza abrumadora en sus almas, pues no se trata solo de “dar trabajo”, sino de hacer de ese trabajo algo digno.
Alejandro mastica un poco de rabia al pensar en eso mientras se coloca tres pantalones, tres buzos, dos camperas, dos pares de guantes y una capucha, porque “no es fácil” salir a la ruta en las frías albas de junio, julio o agosto pese a ser viejos granjeros que saben cómo afrontar una jornada de trabajo invernal.
- La caravana
Pasó una hora desde que Alejandro se levantó, aprontó y llegó a la esquina de las calles Espínola y Nicolás Guerra de San José de Mayo, punto de encuentro con “La Banda”, como se denomina la cuadrilla que lidera.
Él, con 42 años de edad y trabajando en granjas desde los 14 es el más veterano, sus compañeros tienen menos años: Jorge Illescas 29, Jesús Mora 29, Pablo Ramírez 33, Guzmán García 34, Emilio Olivera 36, Pablo González 40 y Carlos Ramírez 31 años de edad. Mencionarlos solo por sus nombres y apellidos puede hacerlos quedar como perfectos desconocidos en el ambiente de las quintas donde casi todos se conocen, por eso hacen hincapié en ser mencionados por sus apodos para ser identificados por sus pares, es así que hablamos de: “El Ale” Flores, “Pocholo”, “Mangangá”, “El Kieniata”, “El Ganga”, “El Emi”, “El Litro” y “El Negro”.
Los ocho se acomodan en cuatro motos, de dos en dos, y en fila india por seguridad y para darse apoyo en caso de que alguno sufra algún inconveniente como rotura, caída o pinchazo, comienzan a andar por Nicolás Guerra, Ruta 3, un tramo de la 1 e ingresan por el camino a Kiyú.
Son 50 kilómetros de ida y 50 de vuelta; 100 kilómetros diarios sintiendo el frío penetrarle hasta los huesos por –en muchos casos- un sueldo mínimo. Media hora de ida y media hora de vuelta si ningún imprevisto sucede en el camino. De ida cargan la esperanza de rendir bien en el destajo, modalidad de trabajo que paga en función del rendimiento; de regreso la esperanza cambia y se centra en algún día poder cambiar la rutina, aunque sea ganar un poco más sin la necesidad de tener que padecer tanto.
El momento de conformar un grupo de trabajo es clave, por eso “el Ale” busca hacerlo con gente que conoce, que le gusta trabajar -por ende sabe “no lo van a dejar mal” ante los patrones- y que sean personas honestas que se adapten a las labores en equipo.
- A laburar
A las 7:20 ya están en el campo. Bajan de las motos con los cuerpos entumecidos por las bajas temperaturas, pero tienen que activarse, no les queda otra y saben que “hacer sebo” no sirve puesto que a menos rendimiento menos paga.
Unos juntan unas ramitas secas que proveen los miles de árboles que hay en el lugar y prenden “un fueguito” donde calientan agua para el mate que se irá pasando de mano en mano, entre charlas y alguna que otra broma que hace más llevadera la convivencia.
A las 8:00 de la mañana divididos en yuntas comienzan con la labor de poda de los durazneros. Cada pareja se hace cargo de una fila de árboles, por lo que simultáneamente trabajan en cuatro filas a la vez. El trinar de los pájaros se confunde con las risas y las voces de los trabajadores, el sonido de las tijeras al cortar ramas finas o el estrépito de alguna más gruesa al caer al piso chocando contra otras luego de ser cortada con serrucho.
Todo el día, como Cristo con la cruz pero en una especie de calvario diario, ellos cargan con una escalera de hierro de más de 35 kilos que les permite alcanzar la parte más alta de lo que en primavera y verano serán, gracias al trabajo que ellos hoy realizan, copas frondosas cargadas de dulces duraznos. Uno de los trabajadores sube y el otro, muchas veces recubriendo su calzado con bolsas de nailon para evitar la mojadura por el rocío, complementa la labor y brinda apoyo desde suelo firme.
A las 11:45, como la familia que se consideran, se reúnen no alrededor de una mesa, sino del fuego de una fogatita para almorzar. La mayoría de los días se llevan la vianda desde la casa y la conforma algo que prepararon sus parejas o ellos mismos la noche anterior. Cuando llueve y el suelo está mojado comer parado es una alternativa.
En todos los casos el menú es bajado con mate amargo, por lo que, como al iniciar la jornada, el ritual se repite entre bromas, alguna que otra charla existencial o de apoyo cuando se percibe que algún integrante de La Banda está pasando por un mal momento. A las 12:30 nuevamente las cuatro yuntas se vuelven a internar entre los durazneros para continuar con su labor de poda por tres horas más, hasta que el reloj marque las 15:30 y comiencen a aprontarse para volver desde el campo en Kiyú a San José de Mayo.
- De regreso
Se podría decir que esta parte es muy similar a la que hacen en la mañana, solo que esta vez es en sentido contrario, pero no, tiene sus variantes; a esta hora de la tarde el cuerpo está cansado pero no entumecido por el frío como en la mañana.
En el regreso se está más ansioso, con un deseo intenso de llegar a la casa, darse un baño y ahí sí aprontar el tercer mate del día para disfrutarlo mucho más tranquilos, sin el apremio del reloj, jefes mirando de reojo o árboles de duraznos cerca recordando que hay que retomar la labor. En la casa y en compañía de la familia el mate tiene otro sabor, y si bien la yerba y la preparación es la misma, parece mucho más rico. Después de eso vendrá la cena y un descanso reparador para al otro día bien temprano volver a empezar.
La rutina cambia los fines de semana; el sábado se pueden dar el lujo de dormir hasta un poco más tarde, toman unos mates sin apuro, hacen trámites, pagan deudas con lo cobrado el viernes lo muchas veces les representa volver a quedar «pelados» y difícilmente en cero, pero aceptan que para el laburante esa “bicicleta eterna” es casi inevitable. El sábado es el día de real asueto, puesto que el domingo lo ideal es quedarse en casa descansando para encarar con toda la energía la nueva semana laboral que se iniciará en pocas horas.
- La paga
En una granja común los trabajadores cobran por el jornal de ocho horas entre $ 600 y $ 700; a destajo y en un buen día los integrantes de La Banda pueden llegar a percibir entre $ 1.000 y $ 1.200, por lo que una semana soleada y si la producción ha venido buena las ganancias serían bastante por encima del promedio, pero en esta época del año difícilmente se cierren semanas completas con esas características. Es en esos momentos, cuando se ha trabajado poco y las ganancias han sido magras, que se denota más el “bajón anímico” de algunos granjeros, causado principalmente por el agobio de las obligaciones que deben cumplir quienes, en la mayoría de los casos, son cabeza de hogar.
Se cobra los viernes, por eso ese día, si la semana marchó bien en cuanto a trabajo y por ende a ganancias, el menú del mediodía se cambia por unas tiras de asado, chorizos y refresco, es como una mini celebración de agradecimiento por tener laburo y los frutos que éste les da, y de reconocimiento al compañerismo.
El periodo de poda se extiende por aproximadamente tres meses, después de eso los árboles darán flores que serán el preludio de coloridas y aromáticas frutas que serán sometidas a raleo (eliminación de los frutos en exceso) para que solo los mejores ejemplares crezcan, maduren y tengan como destino exigentes mercados internacionales. Finalmente, entre los meses de enero y marzo se realizará la cosecha de las denominadas “frutas blancas”, como la manzana, pera y membrillo. Cumplidas todas las etapas mencionadas el ciclo de un año de duración se volverá a repetir.
- Una vida en las granjas
Alejandro trabaja en las granjas desde que tiene 14 años, fue como que extendió los juegos de niño en los árboles de la plazoleta del barrio Colón donde creció por los de las ramas de los frutales, cuando se dio cuenta ya tenía 42 años, 28 de los cuales se los pasó trabajando en los campos, donde le pagan y donde perdió hace mucho la inocencia infantil.
Al mirar para atrás percibe que las cosas han cambiado y mucho. “Ya no hay tanta gente dispuesta a trabajar en las granjas, que es un trabajo como cualquier otro pero en el que te tenés que ir haciendo porque hay de todo” dice. En cierta parte justifica a quienes “no le agarran viaje” porque entiende que “no se respeta el trabajo de la granja, somos los que más producimos y los que menos cobramos. Te vas a las seis de la mañana y volvés a tu casa pasadas las 17:30 si tenés suerte de que en lo que te trasladas no se rompe. En invierno te vas de noche y volvés de noche, no es fácil estar casi 11 a 12 horas afuera de tu casa por un sueldo mínimo”.
Ante esto reconoce sentir cierta bronca cuando ve concentraciones de productores rurales que “están al costado de la ruta comiendo un lechón o un cordero a las brasas, el verdadero trabajador rural es el que se embarra, el que ordeña, el que hace el queso, el granjero que gana 600 pesos el jornal; nosotros difícilmente podamos comer algo así”.
Recuerda con cierta nostalgia que antiguamente había mucha más unión, hoy en día por la necesidad y escasez hay gente que para mantener la fuente laboral va a trabajar por una suma de dinero inferior a la establecida en los reglamentos. También hay muchos jubilados de otros empleos desempeñando funciones en las granjas porque no les da para llegar a fin de mes.
“Es lo que hay” dice con resignación, al tiempo que menciona que años atrás tuvo la posibilidad de trabajar en el frigorífico y en una empresa privada, lugares a los que “no se adaptó” por lo que terminó regresando a la granja, lugar que en la actualidad dejaría si por ejemplo viniera una empresa de seguridad y le dijera que por estar limpio y seco le pagarán 20 mil pesos libres al mes, que es aproximadamente lo que percibe hoy en día.
“La granja no es para cualquiera” advierte, al tiempo que señala que en la actualidad hay mucha droga por lo que algunos muchachos llegan a los establecimientos con el objetivo de ganar la suma de dinero diaria que les permita mantener las salidas y el vicio. “Hoy en día afuera de cualquier liceo ya encontrás cualquier cosa, si no se quiere estudiar menos se va a querer trabajar, hoy en día está complicado todo. Si uno no trabaja nadie te regala nada”. Es por lo antes mencionado que tanto él como sus compañeros motivan a sus hijos a seguir estudiando para formarse en alguna profesión, evitando así tener que pasar por lo que hoy ellos.
Recientemente Alejandro y toda La Banda pasaron a trabajar en otro establecimiento al que no tienen que llegar en moto, para eso la empresa ha dispuesto un ómnibus, una unidad vieja, dado que es utilizada únicamente para ir a la granja y en las que muchas veces las ventanillas no cierran, por lo que en invierno padecen el frío intenso y en verano el polvo de los caminos resecos. En varias ocasiones esos ómnibus se quedan sin gas-oil o se dañan retrasando tanto la llegada al campo como a los hogares al final de la jornada. Pese a todo reconoce que hay colegas que la pasan aun peor que lo que describe.
Consultado sobre cuáles son las mayores satisfacciones, Alejandro señala dos; primero cuando un compañero tiene la posibilidad de pasar a un mejor empleo; segundo, que todos los que trabajan y han trabajado con él lo consideren “buena persona”, aspectos con los que coinciden la mayoría de sus compañeros. Nada mal para alguien que desde hace años siembra con respeto y trabajo lo que después se termina convirtiendo en una gran cosecha de amistad y reconocimiento.
Qué bueno sería contar con podadores como los de La Banda en todos los ámbitos de la sociedad, que corten las ramas excedentes de corrupción, injusticia, miseria o desigualdad, así tendríamos un árbol mucho más habitable, con frutos nacidos del trabajo honesto, respetuoso de la naturaleza, hecho con manos sucias y ásperas pero con el corazón limpio. En un árbol así todos los pájaros podrían cantar libres, como pasa en la granja, y las rejas de las jaulas, tanto para los que son encerrados como para los que se encierran solos por temor, estarían de más.
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