Seis años atrás Martín y su novia Ana por fin lograban irse a vivir juntos, consiguiendo así la independencia que tanto buscan las parejas con proyección de hogar.
Fue cuando después de buscar un tiempo se les presentó la posibilidad de habitar una casita que está junto a la del abuelo de ella, en un terreno grande ubicado en calle Haití entre Manuel D. Rodríguez y México. Sabían que en el fondo tenían a un vecino de respeto, que ya tenía varios antecedentes por haber generado algún que otro estrago en la vecindad: el río San José.
Pese a eso la joven pareja sabía que en caso de presentarse la tan indeseada “Inundación” -palabra que para muchos de los habitantes del barrio es sinónimo de angustia, impotencia y desesperación- la podrían estar superando simplemente siguiendo las recomendaciones del abuelo Luís o de otros vecinos veteranos que ya las habían padecido anteriormente.
Aparte de eso, frente a la casita de ellos, se está construyendo una nueva vivienda que está más de un metro por encima del nivel normal en esa zona, a tal punto de que el piso queda a la altura de las ventanas de las casas que están del otro lado de la calle. ¿Cuándo una inundación iba a llegar hasta ahí? Las probabilidades de que eso pasara eran bajísimas.
Fue así que Ana y “El Negro” –como le dicen a Martín- se establecieron en el barrio. Tanto ella como él arrimaron algunas cositas que ya tenían antes de la vida en pareja, “se metieron” en un crédito y poco a poco fueron adquiriendo otras tantas.
Heladera, muebles, el televisor que Martín compró en el 2003 cuando cobró su primer sueldo en el Frigorífico, la cama con cajonera que con tanta dedicación fabricó y les regaló un amigo y, no hace mucho tiempo atrás, la compra del autito, ideal para poder salir a dar una vuelta los fines de semana pero, principalmente, una herramienta fundamental para ir y venir al frigorífico, dejando en el recuerdo las mojaduras de invierno y asoleadas de verano. Sabía que la deuda contraída era a largo plazo, por lo que aún hoy la está pagando.
Todo venía dentro de los parámetros esperados, con los sobresaltos que naturalmente se dan en cualquier hogar, nada que alterara la tranquilidad que da el estar bajo el techo propio, pero cuando el vecino es revoltoso por naturaleza, difícilmente la calma se mantenga por mucho tiempo, y finalmente fue en la noche del pasado vieres 15 de abril que el río San José empezó a armar lío.
La creciente más grande de la historia
– “¡Negro, la cosa viene brava!” – le advertían los vecinos más viejos; fue así que el viernes a las siete y media de la tarde empezaron a remover todas sus pertenencias a la casa en construcción que se encuentra frente de su vivienda y que –como ya mencionamos- está a un nivel superior que el resto de las casas de la zona. Cerca de las once de la noche y con el agua a la altura de la cintura terminaron de hacer el traspaso. Mientras tanto el agua seguía avanzando de una manera sorprendente y angustiante.
El ambiente en el barrio era de alerta máxima, el movimiento era inusual y la oscuridad de la noche terminaba de conformar un escenario tétrico para los habitantes de las riberas del río, situación que aún en ese entonces era indiferente para el resto de los habitantes de San José de Mayo que residen en lugares totalmente ajenos a las inundaciones.
Entre la media noche y la una de la madrugada del sábado 16, “el vecino” del fondo se terminó de descontrolar, el agua cruzó la calle y lentamente superaba el nivel del piso de la casa en construcción, y que en lo previo aparecía como la solución definitiva para evitar daños en caso de haber una creciente.
En ese momento Martín, Ana y don Luís decidieron poner lo más alto posible sus electrodomésticos, algunos muebles y lo que suponían podían dejar fuera del alcance del agua, pero ésta siguió subiendo, más y más y más…
Cuando les llegó a la cintura consideraron que ya era tiempo de agarrar la escalera que “El Negro” había guardado y subir al techo, rezando para que el agua no siguiera subiendo. Mientras tanto el vehículo de los bomberos iba y venía auxiliando a otros vecinos que también se encontraban en una situación crítica.
Poco después el que apareció fue Julio, el vecino de enfrente que a los gritos les pidió que se bajaran del techo y cruzaran la calle; mientras tanto el otro vecino, el revoltoso, seguía creciendo y armando un relajo nunca antes visto en la capital departamental.
Martín tenía miedo de cruzar. También Ana y don Luís. A esa altura de la madrugada calle Haití ya no existía, se había fundido con la escena de la desgracia para pasar a ser parte de un río San José desconocido y que mostraba una furia inusitada.

Pero los buenos vecinos siempre se la juegan por sus pares. Fue así que pasadas las tres de la madrugada Julio, considerado “el Taita” del barrio, arriesgó su integridad, cruzó la calle y se acercó a los que aguardaban en el techo.
Eso le dio la certeza a Martín de que también ellos podrían cruzar. Con el agua casi en el pecho y haciendo una cadena humana, los cuatro se enfrentaron a la fuerte corriente con el corazón en la boca por el miedo. Ana perdió pie dos veces. El abuelo Luís, pese a la avanzada edad, cruzó estoico. Martín y Julio, por fortaleza física, fueron los bastones para llegar con éxito al otro extremo. A sus espaldas el agua seguía tapando la casa en construcción y ya acariciaba con su superficie destructora a los electrodomésticos y muebles de la pareja.
Llegaron al terreno del fondo de Julio que da a la Av. Manuel D. Rodríguez. Martín, Ana y don Luís siguieron de largo guiándose por un alambrado, hasta llegar a la casa de un primo que les dio posada, lugar en el que permanecen hasta ahora.
Martín dijo a sanjoseahora.com.uy, que “si no hubiéramos salido en ese momento tendríamos que haber esperado a ser rescatados por los bomberos…hace seis años que estamos acá y nunca había llegado el agua”. Pocas horas después la luz del sol dejaba en evidencia una de las mayores crecidas del río San José de toda la historia. El agua alcanzó puntos a los que hacía más de cinco décadas no alcanzaba.
Miles de evacuados y autoevaluados llenaron gimnasios como el Argos o el del Safa, y a partir de ahí la crecida del río, ese barullo provocado por el vecino revoltoso, dejó de ser indiferente para el resto de los maragatos que habitan en zonas donde la inundación no puede causar dolor arrebatando cosas con el agua, pero que sí lastima como un puñal al ver la tristeza en los ojos de esos vecinos que la deben padecer en carne propia. A esa altura todos estábamos metidos en ese gran lío que por momentos parecía estar fuera de control.
Y es que al vecino revoltoso no hay quién lo haga entrar en razón, hay que esperar que solito se le pase, en ocasiones su furia hace que la espera parezca eterna, pero más acá, más allá el río siempre vuelve a su cauce y esta vez no fue la excepción.
El día después
Cuando Martín y Ana por fin pudieron acercarse a su casa nuevamente quedaron estupefactos: NO LES HABÍA QUEDADO NADA. Literalmente. Como en sus ojos aguados por la tristeza, todo era humedad. Los muebles, los electrodomésticos, la cama con cajonera fabricada por aquel amigo, la tele comprada con el primer sueldo del frigorífico y, además, el autito que todavía están pagando. El vecino del fondo se había llevado todo, o peor aún, les había destrozado todo dejándolo inservible.

Pero además de lo material, esta vez el río se llevó el plan de Martín de terminar de construir la casa de adelante, la que está un metro por encima del nivel normal del piso y que los albergó en su techo en lo que fue una de las peores noches de sus vidas.
Ahora saben que ahí no quieren volver nunca más: “Dije que no volvía más y no voy a volver más, no puedo volver ahí”, sentenció Martín, por lo que ahora están abocados a conseguir un lugar para alquilar. Expresan que después de lo padecido “no creen que cualquier persona cuerda le dé para volver ahí”, pero Martín aclaró de manera enfática y hasta con cierto grado de resignación: “ojo, sabiendo que podés buscar otra alternativa de vida, si no tuviera donde ir tendría que volver, ¿qué voy a hacer?”
Como Martín, Ana y don Luís hay veinte familias maragatas en la misma situación, totalizando casi cien personas que se han quedado sin nada y buscan la manera de resurgir tras la catástrofe.
Mientras tanto, el vecino revoltoso del fondo recuperó la calma aplacando sus aguas en el cauce normal. Lamentablemente es sabido por todos que solo es cuestión de tiempo para que una vez más vuelva a salirse furioso de sus límites.
Se ignora si sus resurgimientos de furia serán tan devastadores como los que dejó en estos días, pero “El Negro” ya tiene decidido no volver a un lugar al que quizá, al igual que las otras 20 familias, nunca debieron haber llegado para radicarse, pero no por el miedo al río vecino que de antemano saben en ocasiones crece, sino porque cuentan con los recursos y alternativas necesarias para evitar tener que llegar al extremo de saber que, día a día, se arriesgan a perder en horas lo que les costó una vida de sacrificios y trabajo conseguir.
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*Por César Reyes
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