Esta historia fue escrita en primera persona por un maragato que reside en Quito-Ecuador. Lamentablemente este testimonio no solo se remite a aquel país, sino que es válido en cualquier país, en Uruguay, en San José, y quizá mucho más cerca de vos de lo que crees. Este viernes 25 de noviembre quienes hacemos sanjoseahora.com.uy también decimos #NiUnaMenos.
De por sí las tardes de domingo son un bajón. El aire se pone raro, como fúnebre tras esa felicidad que nos dan unas cuantas horas de asueto y que se muere después de las tres de la tarde…
Es el momento cuando en nuestra mente comienza a sonar una y otra vez la alarma del celular despertándonos para ir a laburar, aunque todavía falta un rato para que eso realmente suceda.
Ahí estaba yo, acostado boca arriba con la computadora en el pecho, mirando vidas ajenas exhibidas en muros de facebook. En la sala mi esposa también estaba con la computadora, pero en el caso de ella terminando una tesis, por ende algo mucho más productivo que lo que yo estaba haciendo que era “nada”.
En determinado momento dejé todo a un lado y ella, de manera simultánea, también largó la compu y los libros, se paró y casi sin hablarnos agarró las llaves y yo la billetera. Teníamos que salir a comprar algo para comer. Esa salidita en medio de la agonía del fin de semana es solemne. De pocas palabras y de mucho gesto facial. Como diciendo solo con la cara: “Y si no queda otra vamos”, o “Ya me chifla el estomago de hambre y hasta mañana no aguanto ni de milagro”. Así salimos rumbo al supemercado.
Aprovechando que íbamos caminando llevamos a nuestra perra Leisha, así el bicho se paseaba un poco, estiraba las patas y se mandaba unos cuantos cloros contra los toncos de los árboles del Parque La Carolina, en el corazón de Quito.
Caminamos las casi 20 cuadras (mentira, en realidad son ocho pero el domingo de tarde parecen más) que nos separan del Mall El Jardín -que es donde está el súper- y con Maite acordamos que ella entraría a comprar y yo la esperaría en las escalinatas de entrada al Shopping dado que con la perra no podíamos ingresar. Hecho.
Maite se perdió entre la gente y yo me senté en el tercer escalón arrancando desde la vereda, y Leisha, un escalón más abajo, era flanqueada por mis rodillas.
No pasaron muchos minutos para que entre las piernas de la gente que subía las escaleras apareciera la cara de una niña, bueno, en realidad apareció la niña entera, diminuta y de pelos negros y lacios que, extendiéndome su brazo, me pedía que le comprara uno de los dos chupetines que tenía en su manito derecha, se los había dado la mamá que también procuraba venderle golosinas a todo el que pasaba por ese lugar.
Le dije a la nena que no le compraría, en ese momento yo no tenía plata porque mi esposa se había llevado la billetera para poder comprar en el súper. Pensé que se iría a convencer a otros potenciales compradores pero no, se quedó hablando conmigo y se dio el siguiente diálogo…